El retorno
En diciembre de 1975 se hizo una reunión en un local
madrileño de doscientas personas en la que se decidió la puesta en
escena (política), de nuevo, al sindicato ‘cenetista’ a nivel local y elegir un
comité regional que asumiera el papel de Comité Nacional Confederal. Lo mismo
ocurrió en Barcelona justo un año más tarde. El sindicalismo revolucionario,
anarquista, que se había dado por muerto, al parecer no había sido bien
enterrado, y volvía a resurgir. Entre quienes organizaron la ‘nueva’ C.N.T.
estuvieron aquellos cenetistas que habían continuado vinculados a la
organización desde la clandestinidad (y que en muchos casos habían estado ligados
al colaboracionismo del ‘cincopuntismo’) y los que mantuvieron contacto con el
sindicato desde el exilio francés. Además, también participaron de esta
reorganización sindical quienes fueran militantes de los grupos “Liberación” y
“Solidaridad”. El primero un agrupación de origen cristiano y de corte
consejista. El segundo, también de origen cristiano y nacidos en los años
setenta que tenían como referencia ideológica y de acción la carta de Amiens
del sindicalismo revolucionario.
En menor medida, también se integraron al sindicato
anarquista individuos procedentes de otros colectivos cristiano católico, como
la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica), que durante el franquismo habían
pertenecido al MOA (Movimiento Obrero Autogestionario) y al FSR (Frente
Sindicalista Revolucionario) que se inspiraban principalmente en las ideas
anarcosindicalistas.
También, y en gran medida, confluyeron en la organización
ácrata una gran cantidad de personas jóvenes que procedían de las ideas
anti-autoritarias, situacionistas y posmodernas del mayo de 1968, una
confluencia que se hizo, sobretodo, a través de lo que durante la Transición
Española se llamó “Grupos Autónomos Armados”. Hubo otro sector que, por suerte
o por desgracia, fue minoritario a la hora de reorganizar a la C.N.T. llamados
“los integrales” y que fueron partidarios de la creación de una organización
“integral”, es decir, que la C.N.T. dejara de ser únicamente un sindicato y se
transformara en una organización cuya actuación abarcara todo los campos de lo
político y no solo el campo sindical. El sector marxista que tomó parte de esta
reorganización cenetista lo compuso mayormente la OCI (organización trotskista)
y diversos grupúsculos de marxistas libertarios (consejistas).
La puesta en escena
A finales de julio de 1976 tuvo lugar el primer Pleno
Nacional de Regionales de la C.N.T. reconstituida de la que tomaron parte las
delegaciones de Cataluña, Levante, Asturias y Castilla. En este primer pleno se
decidió que fuera la federación local de Madrid quien se encargara de nombrar
al primer comité nacional de la nueva era. Fue tres meses después cuando se
decidió, en un pleno de militantes, sus nuevos componentes. El mítico –y ya
veterano- Juan Gómez Casas fue escogido secretario general. El panorama sindical
era muy confuso en aquel momento. No solo desde el punto de vista jurídico,
también desde la implantación de cada organización. Por una parte, el Gobierno
de Adolfo Suárez procedió al desmantelamiento del Sindicato Vertical
franquista. Por otra parte, comenzó una feroz lucha por ocupar nuevamente el
espacio sindical. Comisiones Obreras, U.G.T., U.S.O., S.O.C., y E.L.A-S.T.V.,
crearon la llamada Coordinadora de Organizaciones Sindicales, basada en la
moderación política, la reforma pactada y en la subordinación de los intereses
de la clase trabajadora a las directrices del Estado español y ‘su’ patronal.
La C.N.T., evidentemente, rechazó participar en tal organización.
Pero la guerra ya había comenzado, tanto la COS como las
altas instituciones políticas no iban a permitir que el anarcosindicalismo
radicalizara, de nuevo, a la clase trabajadora. A finales de 1976 empezaron a
difundirse los rumores de que la C.N.T. tenía lazos con los marxistas del
PCE(r) y el GRAPO. Daba igual las grandes diferencias ideológicas entre los dos
colectivos, en esta guerra todo valía. Incluso el órgano propagandístico del
P.C.E., Mundo Obrero, empezó a
difundir que la organización cenetista estaba compuesta por servicios secretos
para socavar los cimientos de la ‘nueva’ “democracia”. El 27 de marzo de 1977
tuvo lugar la “furia libertaria” en una plaza de toros de San Sebastián de los
Reyes donde la C.N.T. celebró su primer acto público con un inconmensurable
éxito. Lo mismo empezó a ocurrir por diversas localidades de todo el Estado,
hasta que se llegó al cenit en Barcelona. El 2 de julio cien mil personas se
congregaron en Montjuich para demostrar que el anarconsindicalismo no estaba
muerto. El 7 de mayo de 1977 se procedió a la legalización de la C.N.T.
Dos días después de su legalización, el sindicato anarquista
recibió la invitación del ministro de Trabajo de formar parte en la delegación
española que acudiría a la conferencia de la OIT que se celebraría en Ginebra.
La C.N.T. declinó tal invitación. Se quiso dejar claro que no se quería entrar
en el juego de la Transición Española.
La integración del movimiento obrero fue uno de los
objetivos prioritarios del Estado español para la consolidación del proyecto de
la “transacción” política. Para con la C.N.T., primeramente, se aplicó un
régimen de “apagón informativo”. Comunicados, ruedas de prensa o informaciones
varias sobre conflictos laborales donde participaba la C.N.T. fueron totalmente
silenciadas. En segundo lugar, el modelo sindical que se fue estableciendo tuvo
como objetivo prioritario fortalecer las burocracias frente a la propia
actividad sindical. Así se reforzaba la dependencia de los partidos políticos y
del propio Estado, se buscaba, pues, la existencia de otro Sindicato Vertical
que no pusiera en peligro la nueva “paz social” que se estaba creando. Ya en
1976 se produjeron las primeras acciones violentas que se relacionaban con la
C.N.T. en ciudades como Barcelona, Murcia, Málaga y Valladolid. Las páginas de
los grandes periódicos de tirada nacional iban copándose cada vez más y más de
malas noticias que aparecían relacionadas con el sindicato anarquista.
Los Pactos de la
Moncloa
En 1977 la situación de España era terrible. El déficit
comercial y la deuda exterior triplicaron las reservas monetarias españolas, la
inflación alcanzaba promedios del cuarenta por ciento y el paro llegaba al
millón de personas, sin que su mayoría recibiera prestaciones económicas. Una
situación que para el Estado podía suponer una traba para la propia Transición.
Alcanzar un pacto social se convirtió en prioridad del gobierno de Adolfo
Suárez. El encargado de llegar a ese pacto fue Enrique Fuentes Quintana.
Fuentes Quintana, ministro de Economía por aquel entonces,
fue el encargado de, durante el mes de agosto de 1977, redactar un documento en
el que se proponía llegar al ‘ansiado’ pacto social, basado en una moderación
salarial para la clase trabajadora y la aceptación de la política
gubernamental, es decir, acatar la monarquía parlamentaria y el capitalismo,
por parte de los principales sindicatos y partidos de la oposición. Ese verano
estuvo repleto de reuniones interminables entre Fuentes Quintana –y demás altos
cargos del gobierno- con los principales dirigentes del PCE, PSOE, UGT y CC.OO.
Llegó el otoño y se formó las llamadas comisiones mixtas Gobierno-Oposición que
redactaron los apartados del texto final que suscribieron los principales
partidos parlamentarios del momento el día 25 de octubre en el Palacio de la
Moncloa. Justo dos días más tarde, el Congreso de los Diputados aprobó los que
serían conocidos desde entonces como los “Pactos de la Moncloa”. Estos pactos
representaban el acuerdo de las fuerzas políticas parlamentarias con las
fuerzas sindicales mayoritarias para “reconducir” la alarmante situación
económica que padecía España. Un pacto interclasista y reformista que
traspasaba al mundo laboral el modelo político de la metamorfosis de la
dictadura a una monarquía parlamentaria.
Paralelamente a estos pactos, que no suponían más que cargar
sobre las espaldas de la clase trabajadora los desmanes económicos de cuarenta
años de dictadura franquista, proseguían los ataques, sobretodo propagandístico,
contra la C.N.T. Incluso desde la prensa española se dio un carácter anarquista
a la R.A.F de Ulrike Meinhof cuando se produjo el secuestro y muerte del
empresario Hans Schleyer. Muchos rumores desde los principales periódicos y
emisoras de radio, como el del secuestro por parte de la C.N.T. del ministro
Landelino Lavilla, incidían en toda la población y hacían que, aún más, el anarconsidncialismo
fuera una fuerza marginal.
El atentando contra
la sala Scala
Domingo 15 de enero de 1978. Esa mañana la C.N.T. había
convocado una manifestación en Barcelona contra los “Pactos de la Moncloa”.
Quince mil personas se dieron cita esa mañana en el centro de la ciudad condal.
La manifestación transcurrió pacíficamente sin indecentes hasta que se
desconvocó la marcha. Aun así, sobre las 13:00 horas de la tarde se desencadenó
un gran incendio en la sala de fiesta Scala que se encontraba en la calle
Consell de Cent con el passeig de San Juan. El incendió fue de tal proporción
que no solo destruyó todo el edificio, sino que también causó la muerte de
cuatro de sus trabajadores, casualmente afiliados, dos de ellos, a la C.N.T. En
un primer momento nadie pensó en un acto terrorista, sino en un intento de
atraco con desenlace final trágico. También se habló de una posible “campaña”
de apoyo a Albert Boadella, perseguido en aquel momento por la actuación
teatral de su obra “La Torna” donde ridiculizaba a las altas estancias
militares. Sin embargo, durante la mañana siguiente la Policía Nacional hacía
público un documento donde informaba de la detención de cuatro jóvenes
militantes de la C.N.T. que supuestamente habían participado en la
manifestación. Según la versión policial, después del mitin de finalización de
la marcha, se dirigieron a la sala de fiestas contra la que lanzaron seis
artefactos incendiarios que originaron el fuego. Se les calificó de “Comando
F.A.I.” que, según la policía, era el brazo armado de la C.N.T.
Todos los medios de comunicación comenzaron a relacionar
este atentado terrorista con la organización cenetista. Estaba claro que, una
vez más, se intentaba identificar a sindicato con atentados, violencia y
perturbación de la “paz social”. En tan solo 48 horas se había logrado
identificar y detener a los presuntos terroristas, lo cual extrañaba mucho. Los
días siguientes se sucedieron más detenciones de militantes cenetistas. Hasta
doscientos cenetistas pasaron por las dependencias policiales. Se trataba,
pues, de una campaña, para amedrentar a las personas más activas del sindicato
ácrata y dar una imagen de organización terrorista para alejar así al cuerpo de
afiliados. Terrorismo de Estado puro y duro. El deterioro de la imagen de la
C.N.T. fue brutal, y fue un punto de inflexión del cual no se levantaría cabeza
nunca más. El estigma fue tan brutal que pertenecer a la C.N.T. era sinónimo de
ser terrorista y miles de trabajadores y trabajadoras se dieron de baja del
sindicato. El Estado español había conseguido su objetivo. Todos los detenidos
e imputados fueron torturados y humillados, así se consiguieron las confesiones
por parte de los cenetistas. El caso más terrible fue el contado en el juicio
por la cenetista Maite Fabres, que denunció que fue apalizada durante horas y
encañonada con una pistola en la cabeza. Un mes más tarde el juez que instruía
el caso ordenó el procesamiento de once cenetistas por “delitos de atentado” y
“tenencia de explosivos”. Las detenidas comenzaron una larga peregrinación por
diversas cárceles españolas, desde Barcelona hasta Segovia, pasado por Ocaña,
Burgos y Yeserías.
Un juicio extraño
Como suele ser tradición en los juicios políticos, la
instrucción del caso Scala estuvo repleto de irregularidades y trabas. Como por
ejemplo la ausencia del ministro de Interior Rodolfo Martín Villa, citado por
las defensas, la destrucción rápida del edificio Scala y la negativa judicial
de aceptar como testigos a los propios dueños de la sala de fiestas. El juicio
fue tan estrafalario que hasta la acusación tildó de anarquista al fiscal del
Estado, Alejandro del Toro Marzal, por sus protestas contra lo que consideró un
escándalo judicial.
Uno de los puntos negros del caso fue el propio origen del
incendio. El juez que comenzó la instrucción del caso Scala pidió un informe a
un perito. En su resultado perital aparecían los análisis de laboratorio de las
muestras que se recogieron. En ellas se había detectado la presencia de
fósforo, componente químico totalmente ausente de los cocteles molotov que se
habían lanzado contra la sala de fiestas. Parecía como si se hubiera acumulado
el fosforo en la sala Scala para que esta ardiera como una falla. Los testigos
de la acusación decían haber oído detonaciones, pero el informe perital
dictaminó que las bombonas de propano no explotaron. Otro de los percances con
los que se encontró la defensa fue el repentino interés por parte de los
propietarios de la sala de fiestas por comprar las fotos tomadas durante el
incendio, realizadas por un vecino. Días más tarde los negativos fueron
comprados y las fotos no volvieron a ver la luz. Tampoco se hizo caso a las
declaraciones de varios testimonios vecinales que aseguraban que el fuego se
había iniciado en la parte trasera, justo el lado opuesto donde impactaron los
cócteles molotov. La defensa hizo hincapié en que la entrada del local,
revestida con moqueta anti-inflamable, estaba intacta. El juez hizo oídos
sordos. Todo este juicio político provocó hasta un “enfrentamiento” entre la
Audiencia Provincial de Barcelona y la mismísima Audiencia Nacional. La
Audiencia Provincial, entendiendo que se trataba de un acto terrorista, envió
el sumario del caso a la Audiencia Nacional en Madrid para que fuera esta quien
se hiciera cargo. Sin embargo, la Audiencia Nacional le devolvió el caso a la
Audiencia Provincial de Barcelona, donde se celebraría la vista judicial
finalmente. El “enfrentamiento” venía dado por el criterio de calificación del
delito. La fiscalía de la AN no encontraba forma de mantener la acusación de
“banda armada” o “delito de terrorismo”. La única prueba de esto fueron las
aportadas por la Policía Nacional mediante torturas y humillaciones a los
detenidos cenetistas. Tampoco pasó inadvertido el certificado firmado entre el
Gobernador Civil de Barcelona con los dueños de la sala Scala en el que se
calificaba al incendio como un acto con “carácter político”, lo cual aumentaba
la suma monetaria en la indemnización.
Tuvieron que pasar dos años, en enero de 1980, para que la
Audiencia Provincial de Barcelona dictara la celebración del juicio. Quedaron
oficialmente procesados y casuados Luis Muñoz García, José Cuevas Casado, María
José Lopez Jiménez, Francisco Javier Cañadas Gascón, Arturo Palma Segura y
María Pilar Álvarez. La otra detenida y torturada durante horas, Maite Fabrés,
pasó esos dos años encarcelada y finalmente puesta en libertad sin cargos.
El uno de diciembre se celebró la primera vista en la
Audiencia Provincial de Barcelona, tras varios días de encontronazos entre la
policía y los manifestantes que clamaban por la amnistía de los acusados. El
Tribunal lo formaban Xavier O’Callaghan Muñoz y Ángel de Prada. El desenlace ya
venía dictaminado desde fuera, y no era otro que la condena de los acusados. La
finalidad de desprestigiar a la C.N.T. ya se había conseguido desde hacía un
par de años. En la primera sesión, la defensa, compuesta por Mateo Seguí, Marc
Palmés Giró y José María Loperena hicieron hincapié en que las confesiones de
los acusados habían sido obtenidas bajo tortura. El Tribunal denegó estudiar si
esto era cierto o no. El segundo día de la vista, en mitad del juicio, Maite
Fabrés, ya en libertad provisional y el acusado Luis Muñoz se abrazaron
efusivamente. Los policías que los vigilaban los separaron de muy malas formas
lo cual provocó una gran pelea dentro de la sala entre acusados, policías y
parte del público allí presente. El juez ordenó desalojar la sala. Todo el
sumario se sustentaba en confesiones obtenidas en comisaria bajo torturas,
humillaciones y malos tratos.
La sentencia se hizo pública el día 8 de diciembre de 1980.
Se calificaba el incendio como un “delito de imprudencia con resultado de
muerte”. Se condenó a 17 años de prisión mayor a José Cuevas, Javier Cañadas y
a Arturo Palma, a 5 meses a Rosa López y a 2 años y seis meses a Luis Muñoz.
Pilar Álvarez fue absuelta. Los tres restantes quedaron en libertad. También se
impuso una indemnización económica a los propietarios de la Sala Scala de
Barcelona de 288 millones de las antiguas pesetas y de cinco millones a cada
una de las familias de las cuatro víctimas. Como era evidente, la C.N.T.
protestó ante esta sentencia basada exclusivamente en las pruebas policiales
extraídas bajo torturas.
La ‘muerte’ de un
sindicato
Las consecuencias para la
C.N.T. fueron terribles. El caso Scala cortó de raíz su expansión por la
clase trabajadora y sus afiliados fueron disminuyendo. Fue una operación, otra
más, del Estado español contra el anarquismo en España. La gran repercusión de
la participación de la C.N.T. en el incendio terminó por hacer creer a la gente
sobre su verdadera implicación. Tal hecho terminó por deteriorar, aun más, la
imagen del sindicato ácrata y del anarquismo en general. Ser afiliado a la
C.N.T. fue algo que se convirtió en sinónimo de tener problemas: Los medios de
comunicación lo hicieron impopular y los cuerpos policiales y fascistas
peligroso. En esta ocasión, a diferencia de los grandes procesos del Estado
contra el anarquismo español, las ideas libertarias no pudieron resistir. El
hilo rojinegro se rompió de tanto tensarlo, y hasta el momento no ha podido ser
reconstituido. Los ataques a la C.N.T. fueron recibidos con gran alegría por
los partidos de “izquierda” como por los sindicatos “mayoritarios” que veían
así como desaparecía un fuerte competidor. Todos miraron hacia otro lado. El
desprestigio para con la opinión pública sirvió, también, para ahondar en las
divisiones internas del sindicato. El seno del sindicato anarquista se dividió
entre quienes pensaban que había que defender a los acusados fueran culpables o
no, y los que pensaban que tan solo había que defenderlos oficialmente si se demostraba
realmente que eran inocentes.
Los años fueron pasando y el caso Scala fue cayendo en el
olvido. Los condenados con mayores penas salieron de prisión a los nueve años
por buena conducta. La sala de fiestas nunca volvió a construirse. Las familias
de las víctimas no percibieron más que un millón de pesetas de indemnización y
una pensión de 18.000 pesetas mensuales. Por su parte, la C.N.T., sin
desaparecer oficialmente, continuó en declive hasta llegar a la actual
situación, de la que intenta resurgir. Nunca más se volvió a reabrir el caso
Scala. A nadie parece interesarle “reabrir heridas”. Sin duda alguna, lo
ocurrido esa fatídica mañana del 15 de enero de 1978 es uno más de los agujeros
negros de aquella “modélica” Transición.
El paso de la dictadura “nacional-católica” a la
“democracia” parlamentaria en España se hizo sobre un pacto de amnesia y sobre
591 personas muertas. Era necesario desactivar cualquier posibilidad
revolucionaria del movimiento obrero. En este hecho estuvo la motivación última
del caso Scala.
“No me preocupa ETA,
quienes de verdad me preocupan son los anarquistas y el movimiento libertario.”
Rodolfo Martín Villa (Ministro de Gobernación) en declaraciones hechas días
antes del incendio de la sala Scala.
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