Pi i Margall y el
naciente federalismo
En la España del siglo XIX, con unos históricos y
característicos sentimientos regionales y patriotismos ‘locales’, hubiera sido
de esperar un fuerte movimiento contra la centralización, pero debido al estado
en el que quedó todo el país después de la guerra de la Independencia y a que
el carlismo atrajo a sus filas a la mayor parte de las fuerzas anti
centralistas, tales ideas tardaron su tiempo en aparecer entre las formaciones
políticas de la izquierda liberal. Y realmente, si no hubiera sido por la gran
insistencia de un solo hombre es posible que eso no hubiera ocurrido nunca. Ese
hombre era Pi i Margall.
Francesc Pi i Margall fue un jurista y político catalán que
nació en el seno de una familia de la pequeña burguesía barcelonesa, alternaba
su interés por la historia del arte con su trabajo en un banco de Madrid. Pero
su verdadera vocación era totalmente política y social, y las lecturas de Proudhon,
padre del mutualismo, y un desconocido por aquellos tiempos en España, le
mostró el “verdadero camino” que debía seguir España para la libertad total del
pueblo. Se dio cuenta de que las políticas de aquel viejo francés encajaban
totalmente con las necesidades del pueblo español, o así lo creyó él. En 1854,
semanas después del exitoso pronunciamiento del General O’Donnell contra el
gobierno de Isabel II, apareció la primera obra política de Pi i Margall, un
libro llamado “La reacción y la revolución”.
El tema principal del que trataba la obra del jurista
catalán era la iniquidad e infamia del poder. No debemos olvidar que la España
de la Edad Moderna estaba gobernada por la fuerza (política) en su forma más
brutal: Los generales y sus indisciplinados soldados, los bandidos del campo
andaluz y los piquetes de ejecución. Para Pi i Margall esto era del todo
repugnante. “Todo hombre que tiene poder sobre otro es un tirano”, decía. En
sus conjeturas sobre el “orden”, declaraba –como muchos de los teóricos
anarquistas- que el ‘verdadero’ orden no puede ser obtenido por la aplicación
de la fuerza. Así escribía en “la reacción y la revolución” lo que era –o lo
que debía ser- el orden:
“El orden supone acuerdo, armonía, convergencia de todos los individuos
y elementos sociales. El orden rehúsa las humillaciones y los sacrificios.
¿Puede llamarse orden a esa paz engañosa que obtienes tajando con tu espada
todo aquello que eres demasiado estúpido para organizar con tu limitada
inteligencia? El verdadero orden, déjame que te lo diga, no ha existido nunca
ni existirá mientras tengas que hacer tales esfuerzos para obtenerlo, porque el
verdadero orden supone cohesión, pero no una cohesión obtenida por la presencia
de causas exteriores, sino una cohesión íntima y espontánea, que tú, con todas
tus restricciones, inhibes inevitablemente.”
Para Pi i Margall, al igual que más tarde expresaría Ortega
y Gasset, los problemas de España provienen de la ‘creencia’, compartida por
todos los sectores y elementos sociales del país, en los remedios violentos
como forma de progreso. Hasta el anarquismo, que tenía la misma opinión sobre
el poder que Pi i Margall, creía en la necesidad de un acto supremo de
violencia (revolucionaria) para acabar definitivamente con toda violencia política.
Pero para Francesc Pi i Margall esto era algo totalmente contradictorio. Se
negaba a utilizar otro medio que no fuera la persuasión y la coacción moral. El
que se convertiría en el primer presidente catalán de la historia de España,
fue un gran precursor de la división –y elección- del poder y magistrados. “(el
poder) lo haré cambiable, lo dividiré, subdividiré y conseguiré destruirlo”,
rezaba Pi i Margall en su obra. En un sentido teórico, las ideas de Pi i
Margall constituían anarquismo ‘puro’. Según el historiador hispanista Gerald
Brenan “la única cosa que lo separaba (a Pi i Margall) de Mijaíl Bakunin era su
reformismo”. Pero las ideas del catalán, después de la revolución española de
1854, conocida popularmente como “La Vicalvarada”, fueron perdiendo su original
cariz renovador y revolucionario y fue adquiriendo una forma más moderada y
simplemente teórica. Aun así, Pi i Margall se convertía así en el líder del
nuevo movimiento federal español.
El primigenio movimiento federal español nace a partir de
1860, a consecuencia del fracaso de “La Vicalvarada”. Las razones de la gran
popularidad con la que emergió el federalismo en la España de finales del siglo
XIX no resultan muy difíciles de averiguar. El federalismo, ante todo,
representaba la máxima expresión de la característica devoción española hacia
la “patria chica” y una protesta muy fuerte hacia el siempre reaccionario
centralismo españolista. El incipiente federalismo también representaba una
protesta contra el dominio absolutista y opresivo de aquellos gobiernos
españoles, que solo podían resultar posibles si, mediante la gran
descentralización, podían amañar las elecciones a su libre arbitrio. El
federalismo, pues, fue considerado el sistema político más apropiado para
preservar los derechos de los municipios y para restringir el poder de los
caciques. En 1868, pocas semanas antes de la revolución de septiembre que
expulsó del trono a Isabel II, Pi i Margall tradujo al castellano el libro de
Proudhon “Du principe fédératif”, el
cual proporcionó un gran fondo teórico para todo el movimiento federalista.
A partir de ese momento, el fervor por la república federal
fue creciendo como mayor rapidez. La pequeña burguesía, sujeto revolucionario
español durante todo el siglo XIX, aceptó el republicanismo federalista como
programa propio para sus reivindicaciones. Las formaciones políticas que
abogaban por la república centralizada fueron perdiendo adeptos, y parte de la
clase trabajadora también fue otorgando su apoyo al federalismo republicano. En
el mismo instante en que la monarquía constitucional, la cual había constituido
hasta entonces la solución para la burguesía liberal, comenzaba a tambalearse, resultó
incuestionable que una república federal ocuparía su lugar. Y así fue. En junio
de 1873, Francesc Pi i Margall se encontró al frente del Estado español.
El plan federalista consistía básicamente en un proyecto de
máxima descentralización. El proyecto preveía que el Estado quedara dividido en
once cantones autónomos. Cada cantón debía dividirse en municipios libres, y
estos se unirían entre sí mediante pactos voluntarios según sus necesidades.
Sin duda alguna Pi i Margall no solo tuvo que leer a Proudhon, sino también a
Mijaíl Bakunin respecto a la organización territorial de un país. La nueva España
federal se compondría de unas Cortes Generales, elegidas mediante sufragio
universal, pero que una vez establecida la nueva constitución, perdería gran
parte de su autoridad, para dar más libertad a los municipios y los cantones.
Una de las grandes bazas del proyecto de Pi i Margall era la abolición del
servicio militar obligatorio. El militarismo era fuertemente repudiado en
aquellos tiempos a causa de la existencia de las famosas ‘quintas’. Durante
toda la década anterior se habían llevado a cabo numerosas expediciones
coloniales que provocaron una gran impopularidad de las quintas, tanto que esta
fue la copla popular que se cantaba:
Si la República viene
No habrá quintas
en España.
Por eso aquí
hasta la Virgen
Se vuelve
republicana.
Estado e Iglesia
deberían separarse y la educación pasaría a ser universal y gratuita. La nueva
legislación laboral y social incluía el establecimiento de la jornada laboral
de ocho horas, la expropiación de grandes extensiones de tierra para darlas en
propiedad a los jornaleros y la creación de bancos de crédito agrario. Pero
todas estas reformas no pasaron nunca del proyecto a la realidad. Ni siquiera
se habían elaborado unas pautas de actuación en caso de que hubiera municipios
o cantones que no quisieran aplicar la nueva legislación. El sueño de Pi i
Margall de ver una “España prudhoniana” duró apenas dos meses y desembocó en
una nueva guerra civil y en un desorden político descontrolado.
Las causas del fracaso del movimiento federalista que lideró
Pi i Margall fueron múltiples. Primeramente estalló una guerra carlista, que ya
se estaba fraguando desde hacía un tiempo en los valles del pirineo vasco y
catalán, lo cual hizo imposible la disolución del ejército y la abolición del
servicio militar obligatorio. Como precisamente esta fue la promesa federalista
que mayor entusiasmo generó entre la clase trabajadora, el descontento y la
desilusión con el proyecto federalista fue notoria. La segunda gran causa de
este fracaso consistió en la falta de individuos preparados para desempeñar los
nuevos cargos administrativos. El nuevo cuerpo de funcionarios se formó a
partir de ministros, gobernadores y militares que ocupaban sus nuevos puestos
con gran incompetencia o con un gran sentido de la corrupción. Finalmente, el
debacle del movimiento federalista llegó a causa de las revueltas
cantonalistas. Las grandes provincias, sin esperar a la formación de las nuevas
Cortes Generales y que esta aprobara la nueva constitución, comenzaron a
declararse cantones independientes por su propia cuenta.
El cantonalismo
¿Qué fue el llamado movimiento o rebelión cantonalista? Sus
dirigentes eran militares y políticos ambiciosos. Sus fuerzas militares estaban
compuestas por desgastados regimientos y por la milicia local republicana. Este
movimiento “municipalista” que recordaba a aquellos antiguos falansterios del
socialismo utópico estalló de forma simultánea en Málaga, Sevilla, Barcelona,
Granada, Cartagena y Valencia. El movimiento federalista se apoderó de dichas
ciudades y las declararon cantones soberanos y libres.
En la historia de España, el sentimiento que más rápidamente
aparece en cualquier revolución o revuelta es el anticlericalismo. La Iglesia
católica, curas, frailes y monjas han cargado siempre con el sambenito de todos
los males de la época. Y la rebelión cantonalista no sería una excepción.
Cientos de iglesias fueron cerradas y reconvertidas en locales públicos, los
curas y sacerdotes no podían pasear por la calle con los hábitos puestos, y
algunos fueron perseguidos y hasta asesinados por la efervescencia
revolucionaria popular. También se disolvieron los cuerpos de seguridad del
Estado y las grandes propiedades fueron expropiadas. El movimiento cantonalista
cesó en el mismo momento que el Gobierno central se dispuso a utilizar la
fuerza para restablecer el orden. El mes de julio de ese mismo año, el General
Pavía entró en Sevilla con sus tropas y restableció la legalidad vigente en
toda Andalucía. Todo el movimiento
cantonalista resistió durante cuatro meses en la ciudad de Cartagena. La lucha
acabó en enero de 1874, justo cuando ya se habían disuelto las Cortes
republicanas y la I República ya había dejado de existir.
Paralelamente a todo este movimiento, a veces demasiado
caótico, cantonalista y federal, la Primera Internacional en España, que se
negó a dar apoyo oficial al movimiento federalista, pero que no pusieron
objeción alguna a que sus agrupaciones locales cooperaran con él, daba sus
primeros coletazos con más pena que gloria. Los días de la Primera Internacional
en España iban acabar muy pronto, pero en Europa todo el mundo le atribuiría el
‘éxito’ de la rebelión cantonalista. La Primera Internacional en España a duras
penas consiguió existir durante siete años más hasta su disolución. En 1874,
caída ya la primera experiencia republicana, el General Serrano suprimió el
movimiento federalista de forma definitiva, y no se volvió a hablar de él. Su
relevo lo cogería hasta 1937 “una muchacha sugestiva como el misterio y salvaje
como el instinto”, la anarquía.
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