“Nosotros no nos
negamos a cumplir nuestro deber cívico y revolucionario. Queremos ir a liberar
a nuestros hermanos de Zaragoza. Queremos ser milicianos de la libertad, pero
no soldados de uniforme. El ejército se ha erigido en un peligro para el
pueblo; solo las milicias populares protegen las libertades públicas.
¡Milicianos, sí! ¡Soldados, jamás! La CNT hizo suya la causa en Madrid y en la
Generalidad catalana. Las declaraciones de los nuevos reclutas se tradujeron
pronto en actos: millares vinieron a inscribirse espontáneamente en las
milicias. Y la movilización sin distinción de clase o de voluntad
revolucionaria fue abandonada en lo concerniente a la lucha contra los
facciosos”.
Pero tanto Madrid como Barcelona cometieron un tremendo
error de análisis. No se trataba de una simple represión por parte de un
movimiento militar y faccioso. Esa cruenta guerra que se iba a librar durante
tres años en suelo español iba más allá, era un “fenómeno social” perpetrado
contra la clase obrera por parte de la vieja oligarquía española, que vio
peligrar su dominación y sus privilegios ante el ascenso del Frente Popular en
las elecciones de febrero de 1936. Fue por tal error de análisis por parte de
la burguesía republicano-liberal y del marxismo-socialismo mayoritario del
momento (PSOE-PSUC-PCE) que, al creer que era una ‘simple’ guerra contra unos
militares fascistas, no consideraron la opción de convertir la guerra civil en
una guerra revolucionaria. La dicotomía latente a elegir entre guerra y
revolución se vio traspasada a la estrategia a seguir para luchar y la forma de
cómo se llevaría a cabo tal lucha, esto es, a elegir entre ejército regular o
milicias libertarias.
Los expertos militares del momento estaban totalmente
divididos sobre la estrategia militar a seguir. En cambio, los políticos, se
inclinaban en su totalidad por la conformación de un ejército regular, temiendo
probablemente aparecer insuficientemente imbuidos por del espíritu
revolucionario y poco conscientes de las necesidades del momento. Parecía cada
vez más necesario preguntarse si el
militarismo recalcitrante del bando sublevado llegaría a imponer sus propias
formas y estrategias de lucha a los revolucionarios comunistas y anarquistas o
si inversamente los camaradas revolucionarios conseguirían romper el
militarismo oponiéndole nuevos métodos estratégicos y extendiendo por toda España
la revolución social.
¿Cuáles eran los elementos de éxito de los que disponían los
fascistas? Abundancia de material, disciplina draconiana y rígida, una gran
organización militar y grandes ‘dotes’ para aterrorizar a la población con
ayuda de formaciones parapoliciales aun existentes. ¿Y qué elementos de éxito
teníamos del lado ‘popular’? Todo lo contrario: Abundancia de hombres y
mujeres, una rebosante iniciativa revolucionaria y una agresividad apasionada
de individuos y grupos revolucionarios, simpatía activa de todas las masas
trabajadoras del Estado, huelga revolucionaria como arma arrojadiza y el
sabotaje clandestino en las zonas ocupadas por el fascismo. La plena
utilización de estos elementos físicos y morales, en sí mismas muy superiores a
las del adversario faccioso, no podían más que realizarse –y triunfar- mediante
la guerrilla extendida por todo el país.
El problema esencial no recaía en transformas la milicia en
un ejército regular. El quid de la cuestión estaba en la de elevar la tecnicidad
misma de las formaciones milicianas, dándoles material bélico apropiado. Actuar
del modo que pregonaba el republicanismo liberal y el marxismo mayoritario
significaba esperar la consecución de una batalla napoleónica, cuyos los
instrumentos para tal estrategia aun estaban por llegar. Esta última estrategia
conllevaba a eternizar la posición actual, dejando el resultado de la guerra en
manos del azar, un resultado que de antemano podía ser favorable a la clase
trabajadora, si se hubiera sabido utilizar plenamente sus armas propias.
A la hora de partir al frente desde Barcelona, cada columna
tenía su fisionomía particular. Los destacamentos comunistas y socialistas se
distinguían por una cierta rigidez militar, la presencia de caballería y de
armas especiales. Las fuerzas del POUM, las de la Guardia de Asalto y las de
los catalanistas se caracterizaban por la belleza y riqueza en sus equipos. Por
otra parte aparecen, y no dejan indiferente a nadie, los militantes de la CNT y
la FAI, en tres filas separadas, irregulares, esparcidas a lo ancho de la calle
y de longitud interminable. A la cabeza de las tres filas se encuentra el
estado mayor de las milicias libertarias. Se componía de sindicalistas de la
CNT conocidos por ser hombres de acción. En Barcelona mismo, los camaradas que
controlaban la economía del país durante el día, empuñan por la tarde el máuser
o la mítica pistola ‘Star’. En las filas revolucionarias anarquistas no existe
división entre los que llevan la política y los que disparaban la ametralladora
contra elementos facciosos. No había “jefes” profesionales. No había
especialización burocrática, sino militantes completos, revolucionarios las
veinticuatro horas del día.
¿Mando único o
coordinación?
Las milicias libertarias aprobaron una moción en Valencia
por la cual se consideró necesaria la creación de un organismo de enlace entre
las fuerzas que luchan en Teruel y el resto de Aragón, y se constituyó la
formación de comités de guerra y de comités de columna, para formar por vía de
delegación el comité de operaciones, compuesto por dos delegados civiles y un
técnico militar como asesor, por cada columna, y por el delegado de guerra del
comité ejecutivo popular, que debe servir de enlace entre las columnas de
Teruel y las de otro frente. Por tanto, las milicias revolucionarias y
anarquistas estaban en contra de lo que se conocía como “mando único”. No
podían aceptar la imposición de un estado mayor, un ministro de guerra que
desconoce la situación del terreno bélico ni ha participado en la guerra, que
dirige desde el despacho y “da ordenes la mayoría de veces insensatas”. Se
proponía, desde la CNT-FAI, la creación de un comité de operaciones, compuesto
por representantes directos de las columnas libertarias, y no, como querían los
marxistas del PSCU-PCE, de representantes de cada central de organización;
querían representantes que conocieran bien el terreno y no cayeran en los
mismos errores que el estado mayor (republicano) de Valencia (desorientación a
la hora de avanzar, bombardeos y demás ataques que no sabían desde donde
procedían y desconocimiento de la actividad del resto de columnas).
La comisión de comité de guerra fue aceptada por todas las
milicias confederales. Se partía del individuo y se formaban grupos de diez,
que entre sí realizaban las más pequeñas operaciones militares. La reunión de
diez grupos formaban las centurias, que nombraban a su vez un delegado para
representarlas. Treinta centurias formaban una columna, la cual estaba dirigida
por el comité de guerra en que los delegados de centurias tenían voz. Otro
punto fue el de la coordinación de todos los frentes. Este se realizaba por los
comités constituidos pro dos delegados civiles y un técnico militar como
asesor, junto con la delegación del comité ejecutivo popular. Así pues, aunque
cada columna conservara su libertad de acción, se llegó a la coordinación de
fuerzas milicianas, que no es para nada lo mismo que la unidad de mando. El
marxismo mayoritario y el republicanismo liberal se oponían a esta coordinación
confederada, decían que las columnas no tenían nada que discutir y que debían
acatar, sin opción a réplica, lo que ordenara el estado mayor. De tal modo, más
les valía un fracaso con el estado mayor, que cincuenta victorias con cincuenta
comités.
¿Federalismo o
jerarquía militar?
En cuanto al tema de la militarización, el sector anarquista
y revolucionario, dejó patente desde el mismo inicio de la guerra que los
militares estaban mejor preparados en la táctica bélica, y que por tanto se
aceptaba de buen grado sus consejos y colaboración. En muchas de las columnas
cenetistas participaban de forma voluntaria militares republicanos que
brindaban sus conocimientos tácticos y estratégicos para avanzar en el Frente y
afianzar el proceso revolucionario. Pero lo que las milicias no iban a acatar,
bajo ningún concepto, era pasar de una estructura federalista a una disciplina
cuartelaria.
Desde la CNT-FAI, que en su momento representaban la
vanguardia revolucionaria que pretendió, hasta su último aliento, dirigir a la
clase trabajadora hacia la emancipación absoluta, se pensaba que la agrupación
miliciana por afinidades debía prevalecer por encima de todo. Que los
individuos llamados por la revolución social debían agruparse voluntariamente
siguiendo sus propias ideas y temperamento. Se aseguraba, que si las columnas
se formaban de forma heterogénea, no se llegaría a buen puerto. Se instaba a no
estar sometido a ningún mando militar gubernamental. Se hacía un llamamiento a
la lucha para liquidar primero al fascismo, y luego por la consecución del
anarquismo. La acción de las columnas no luchaba solo por acabar con “unos
militares sin honor” que se habían sublevado, sino por la revolución social,
que debía acabar con el capitalismo a la misma vez que el Estado.
Tal actitud por parte de las milicias libertarias hizo que
se viera diezmada la dación de material bélico. Las columnas eran abastecidas
débilmente por el Estado. Según “L’Espagne
Antifasciste” (diario anarquista francés de la época) por cada 3000
milicianos, tan solo mil fusiles eran dados por el Estado, mientras que el
resto de armamento debían ser sustraídos al enemigo faccioso.
El problema del
sueldo
Uno de los problemas sometidos a discusión –y que marcaron
las diferencias entre unos y otros- fue el sueldo a percibir a los que luchaban
en el frente. Las comisiones de informadores aseguraban que los milicianos
debían depender económicamente del Estado. A esto, la CNT, respondió que al
comienzo de la contienda bélica las columnas de la Confederación se formaron de
manera espontanea y partieron hacia el frente. Nadie se ocupaba del tema
salarial, ya que los pueblos por donde avanzaba la revolución social, se hacían
cargo de la existencia de los milicianos y milicianas. Pero llegó un momento en
que las familias de los pueblos ya no podían abastecer más y las reclamaciones
comenzaron. La CNT siempre fue hostil al salario de diez pesetas porque eso
provocaba que el combatiente se convirtiera en un “profesional” y fuera
perdiendo su espíritu revolucionario. Ese temor, por parte de la CNT, estaba
justificado ya que se habían dado caso de milicianos que se habían
“corrompido”. Se dictaminó que si el Sindicato podía hacerse cargo del
mantenimiento de las columnas sería mucho mejor, pero que en caso contrario se
seguirían recibiendo el sueldo gubernamental de diez pesetas. Lo que si estuvo
claro en todo momento es que en las milicias libertarias los sueldos eran
totalmente iguales entre milicianos y delegados de cualquier graduación en
comparación con el sector republicano-liberal y marxista, donde los sueldos –y
los permisos- variaban en función del rango dentro del ejército.
El miliciano como
individuo consciente
¿Era más eficaz una unidad de mando absoluto que decidiera
la función que el individuo debía asumir en la guerra, que las propias
convicciones del individuo? El sector libertario del momento asumía que el miliciano que se
alistaba en la milicia ya que en ella hallaba una unidad moral, intelectual y
revolucionaria. Por ello mismo, la CNT-FAI, que era la primera que estuvo en el
campo de batalla luchando contra el fascismo y la burguesía, no estaba por la
labor de permitir que el marxismo y el republicanismo burgués trataran de
aniquilar lo mejor el proletariado catalán, es decir, ese proletariado
anarquista y revolucionario que “poseían la valentía del bravo guerrillero de
la independencia que hundió las pretensiones del invasor Bonaparte”. Por esto
mismo tampoco se podía acatar el mando único, porque los militares republicanos
y marxistas no habían hecho más que permanecer en la retaguardia, alejados de
toda batalla contra el enemigo. Y la CNT-FAI, que sabían que había milicianos
cien veces más validos que todos los militarizados, no querían trabas
gubernamentales, ni que se invocara la falsa consigna de que sin mando único no
podía ganarse la guerra. Las prácticas bélicas de los partidos políticos del
régimen republicano que pretendían crear una unidad de mando absoluta para
darla a su Ejército popular, para eternizar la dictadura del capital, pusieron
en riesgo la revolución. Y finalmente la consiguieron socavar.
Definitivamente, y sobre todo a partir de los “sucesos de
mayo” de 1937, las tácticas y estrategias de guerra anarquistas fueron
liquidadas –junto a la revolución- y la táctica republicano liberal fue la que
predominó el curso de la guerra en el bando republicano. La consigna
marxista-liberal de “primero la guerra” no tenía ningún sentido, la única
estrategia viable era la guerra revolucionaria, esto es, o revolución o
desastre. Finalmente vino el desastre con la consiguiente victoria fascista en
1939 y una larga dictadura franquista de casi cuarenta años.
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